Como no soy cancerólogo, para el que lo sea, la terapia Di Bella podría ser acertada o equivocada. Me parece razonable que, ante la presión de la opinión pública y de tantas personas que sufren, las autoridades competentes inviten a los científicos a realizar una experimentación seria, susceptible de resolver la cuestión, porque en asunto de semejante gravedad bien vale la pena recapacitar una vez más sobre el juicio acaso ya pronunciado. Todos podemos equivocarnos, y pensarlo dos veces no le hace mal a nadie. Una de las razones por las que confiamos en la ciencia es porque los verdaderos hombres de ciencia no sólo piensan siempre dos veces, sino infinidad de veces. El científico serio deja siempre abierta la posibilidad de que lo que creía cierto no lo sea. Si se descubriera que Di Bella tenía al menos parte de razón, la comunidad científica deberá admitir que no lo había considerado con la atención suficiente, y tendrá que enmendar esa ligereza. Si, en cambio, se llega a la conclusión que Di Bella estaba equivocado, grande será el dolor y atroz la desilusión de quienes habían concebido demasiadas esperanzas; pero desde el punto de vista del bien común, no será tiempo perdido. Quizá la gente no piense mucho en ello, pero la tarea de los hombres de ciencia es útil no sólo cuando se abre una nueva senda, sino también cuando se trabaja tal vez durante años tan sólo para demostar que esa senda no es practicable. La opinión pública. ¿Todo normal, entonces? No. Lo que está ocurriendo hace aflorar también una tendencia típica de esta nuestra época, new age, propensa a la búsqueda de revelaciones esotéricas, y el problema subsistiría asimismo en el caso que Di Bella demostrara haber tenido razón. En realidad, por una parte, la gente que ansiosamente asedia la casa del doctor Di Bella, y cruza los Alpes para buscar a cualquir precio el fármaco milagroso, no lo hace porque «sepa» que Di Bella tiene razón; lo cree, lo sospecha, se fía de las cosas que ha oído decir. Por la otra parte, los propios medios de prensa están dominados por una especie de excitación, como si las presiones de la opinión pública pudiera vencer a una confabulación científica inconfesable. Ahora bien, el hecho que tal confabulación pudiera existir es una cosa, y otra es concebir que la ciencia sea democrática y que una sana mayoría pueda desautorizar a una asociación de oscuros fines, como se lo propuso con Tangentopoli o con la mafia. La ciencia no es democrática, o al menos no lo es en el sentido político del término. En la ciencia no prevalece el juicio de la mayoría. Galileo podía tener a todo el mundo en contra, pero tenía razón. La mayoría de los médicos trató de loco al doctor Semmelweiss, porque éste quería que los obstetras se lavaran las manos para no causar la muerte de las parturientas, pero esa mayoría estaba equivocada. Las turbas podrían cambiar de parecer y asediar mañana la casa de Di Bella para llevarlo a la hoguera, pero eso no probaría que sus métodos terapéuticos fueran erróneos. Vademecum fidedigno. La ciencia es democrática, sin embargo, en el largo plazo: en el sentido que, finalmente, lo que prevalece es el juicio de la comunidad científica, que se estabiliza con el correr de los años, e incluso de los siglos, y constituye lo que consideramos manuales fidedignos. Y son dignos de confianza porque son el resultado de una discusión colectiva, de pruebas sobre pruebas. Podría darse el caso que, entre cinco mil millones de habitantes del planeta, hubiera (en remotos países superpoblados) tres mil millones que todavía creen que la Tierra está inmóvil y que el Sol gira a su alrededor, y sin embargo, también en las escuelas elementales de esos países se usarían los manuales en los que se da la razón a Galileo. Este consenso, que se forma de las más diversas maneras, es el que prevalece a fin de cuentas, y no depende de la mayoría, incluso si expresa precisamente algo que todos (hasta que se demuestre lo contrario) deberían considerar como verdadero. Parecerá extraño, pero la experiencia Di Bella se me antoja en cierto modo semejante al debate sobre la liberación de los negocios. ¿Se acuerdan de los gritos de indignación y dolor de los comerciantes cuando se hablaba de crear la primera zona peatonal? El razonamiento era que, no pudiendo llegar en automóvil, los clientes dejarían de concurrir a los negocios. Ahora sabemos que las vías peatonales son, en cambio, las áreas donde florece el comercio. Tal vez eso obligará al dueño de una cauchera a dejar el centro para instalarse en alguna zona de tránsito automovilístico, y haya puesto en dificultades a unos y favorecidos a otros, pero estadísticamente (y, por tanto, científicamente, habiéndose probado en el largo plazo) sabemos ahora que la mayoría de los comerciantes estaba equivocada. Sucede a veces lo contrario, que un exceso de negocios arruine la belleza de ciertos lugares históricos. Comprendo que los dos problemas no son conmensurables, pero de ambos puede decirse que, en materias en las cuales está en juego un cuidadoso proceso de hipótesis, de pruebas y contrapruebas, no siempre la opinión pública es una autoridad fidedigna, precisamente porque piensa con demasiada prisa. Umberto Eco La Nación, domingo 29 de marzo de 1998
2004-04-22 | 619 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 29 Núm.2. Marzo-Agosto 1998 Pags. 52 Colomb Med 1998; 29(2-3)