La Universidad: ámbito natural de reflexión y cambio

Autor: Arteaga Pallares Carlos

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La universidad es una creación europea de la edad media, en el siglo XIII, que surge como una comunidad de maestros y discípulos organizada en corporación autónoma para enseñar y aprender. Desde entonces ha estado ligada a la "concepción del mundo" reinante, a las ideas políticas, a los preceptos religiosos, a los cambios sociales, a la inquietud de grupos estudiantiles. Durante siete centurias ha sido objeto de infinidad de reformas y contradicciones en lo referente a su objetivo, a sus principios fundamentales, a su estructura, a su curriculum, a su profesorado, a sus alumnos, a su radio de acción, a su impacto social y económico, a su nivel de independencia, es decir a todas las "fuerzas vivas" que conforman un pueblo. Es la universidad, por sus características, el ámbito conceptual de mayor sensibilidad a las transformaciones políticas, éticas, estéticas e intelectuales de su época. En otras palabras, la universidad es la expresión de su tiempo, donde se dibuja con trazo firme toda clase de contradicciones y cuyo reto principal es precisamente ese: asumir su condición histórica. Y creo que en esto radica tanto su debilidad como su fortaleza. Otra paradoja que se nos impone: debilidad porque esta al vaivén de los cambios producto de la fuerza y no de la razón; fortaleza porque en su devenir dinámico se genera el espacio flexible e indispensable para el conocimiento, la diversidad y el diálogo. Hace 40 años a propósito de la educación el Dr. Alberto Lleras Camargo, escribió: "El Armagedón de estos últimos años nos volvió a la condición de pueblo nómada, viajando siempre sobre un territorio arrasado en busca de la aventura fundamental de sobrevivir. Queremos acampar de nuevo, anclar nuestra movilidad estéril, darnos tiempo para meditar nuestro destino y comenzar a ejecutarlo mirando un poco más lejos que la comida del día siguiente y la segundad de la noche siguiente". Este pensamiento aparece vigente en todos los momentos de nuestra corta y turbulenta historia republicana, a la cual la universidad, como parte fundamental de la nación, ha contribuido con su aporte permanente. No podemos olvidar, que en el mundo contemporáneo, es un hecho incontrovertible para todas las comunidades que educación, bienestar y desarrollo son una tríada indisoluble que se retroalimenta mutuamente. Comparto la opinión de Daniel Arango cuando afirma: "Los países desarrollados” son aquellos que han entendido la profunda vinculación de la economía, la estructura social y la educación. Ellos tuvieron que hacerlo así al sentir la democratización universal, la necesidad de una expansión productiva, la tecnificación general de la vida y la convicción de que el desnivel potencial de las naciones era, en última instancia, desnivel técnico. Ahora pensamos fácilmente en la educación como inversión, pero ese pensamiento tiene la significación de un profundo viraje en la conciencia histórica. Antes de él, la educación estaba vinculada con la persona humana, a través de la axiología, de la ética, de la paideia. El viraje se puede resumir en que la educación, además, como insumo tiene el carácter de una inversión económica.... entendida de este modo, como factor de desarrollo económico, la consideración del problema se ha dirigido a establecerla conexión entre las necesidades educativas y un previsible cuadro ocupacional adscrito al desarrollo... Y la sociedad presenta, así, una demanda a la educación, la cual se convierte en un instrumento de oferta". Agregaría a las líneas precedentes, que las consideraciones descritas son las que han posibilitado convertir a la educación en general, y a la educación superior en particular, en un negocio, en ocasiones muy lucrativo, expuesto a las leyes del mercado inmediato, sin una adecuada planeación y que como consecuencia, ha generado de manera rápida una oferta excesiva con sus expresiones de subempleo y desempleo, mala remuneración, falta de interés, pobre identidad profesional, insatisfacción, calidad deficiente, prácticas no ortodoxas, principios éticos laxos, escaso sentido de colegaje, rapiña económica y otros problemas que aun no acabamos de percatar. Para encarar esta situación la universidad se ha propuesto meditar dos asuntos principales: su misión frente a las actuales circunstancias del país y un mecanismo idóneo que mejore y garantice su calidad dentro de un esquema de competencia de mercados. A mi juicio, la misión fundamental de la universidad es investigar, enseñar y aprender la verdad, o en otros términos la búsqueda permanente del conocimiento y la formación de individuos dentro de unos criterios éticos estrictos, que tengan como uno de sus objetivos primordiales el beneficio de la comunidad. Es decir que pensamos en la educación no solamente para instruir, sino también y esencialmente para crear una conciencia. Muchos asumen la universidad como "un as en la manga", como el sitio para subsanar toda suerte de deficiencias, tanto de la educación primaria y secundaria, como de las necesidades inmediatas de una sociedad. Se la atiborra constantemente de funciones de uno y otro tenor, condición que termina desvirtuando su objetivo principal. Todavía no acaba de implementar una serie de cambios con un propósito específico y ya se esta transformando para satisfacer otras peticiones, en un proceso generalmente más improvisado que pensado. De ahí la urgencia, sentida, de un alto en el camino que nos permita un replanteamiento profundo sobre esta cuestión. La universidad debe ser la encargada del cumplimiento de un proyecto social de formación humana, de desarrollo y transmisión del conocimiento, pensada como el faro que aporta las luces sobre el derrotero que la sociedad debe seguir y como una referencia obligada de transformación y reorientación de los horizontes culturales. Es claro que su autonomía no sólo refleja un determinado compromiso social hacia el cumplimiento de las expectativas de unos grupos, sino que también, dado su grado de independencia, construye la posibilidad de crítica, distanciamiento y divergencia con dichas expectativas. Por mucho tiempo consideramos que la calidad de la educación es una consecuencia implícita y gratuita resultante del proceso enseñanza-aprendizaje. En otras palabras, la calidad de la educación no había sido puesta en tela de juicio de una manera tan explícita como hasta ahora. Hoy sabemos que la calidad no se consigue por el mero hecho de quererla y que se requieren esfuerzos claramente dirigidos hacia tal fin. En este sentido, hay en la actualidad un empeño importante de los entes que rigen la Educación Superior en Colombia (/CFES), de fomentar un mecanismo que asegure la calidad, a través del denominado proceso de acreditación, el cual consiste en crear en cada universidad una cultura de la autoevaluación y de la autorregulación. Este proyecto nuevo en el país, ya ha sido implementado en otras latitudes con resultados interesantes y, a veces, contradictorios. Es importante partir del hecho de que el concepto de calidad es un proceso básicamente proactivo: la calidad debe construirse, debe buscarse más allá del compromiso con unos preconceptos. Se trata de delinear el camino de la excelencia, precisamente recorriéndolo. La calidad es ante todo un reto y no un derrotero preestablecido. El compromiso de todos los implicados -Estado, rectores, decanos, profesores, administradores, estudiantes y representantes de la comunidad- es, entonces, hacerla realidad. Si bien el sistema de acreditación tiene detractores y simpatizantes, hay en la actualidad un reconocimiento amplio del valor que tiene como mecanismo para el fomento de la calidad, como forma de rendir cuentas ante el Estado y la sociedad por el servicio público de educación superior que presta la universidad y como forma de dar fe pública de los niveles de calidad alcanzados. Sin embargo, creo conveniente llamar la atención de las posibles limitaciones y complicaciones que se pueden presentar en la implementación de esta estrategia: En primer lugar, en un país como el nuestro, politizado y sin unos claros cánones éticos, en donde la mayoría de las cosas son objeto de manipulación, quiénes y cómo se va a garantizar la idoneidad y transparencia del proceso; en segundo lugar, con frecuencia los estándares de calidad previstos pueden hacerse obsoletos antes de ser actualizados oportunamente; en tercer lugar, en la mayoría de las ocasiones los estándares propuestos llegan a considerarse más como una meta a alcanzar, que como un punto de partida para continuar mejorando; y, por último, es obvio que la acreditación requiere de una periodicidad que permita monitorizar continuamente la calidad, ya que al llevarse a cabo con espacio de vanos años, lo que suceda en tanto tiempo se pierde de vista y lo que fue un espasmo durante el proceso mismo, se convierte en relajamiento durante el resto del tiempo.

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2005-07-14   |   1,416 visitas   |   1 valoraciones

Vol. 26 Núm.3. Septiembre 1997 Pags. Rev Col Psiqui 1997; XXVI(3)