En memoria de Don Alfredo

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La calle parece más fría que nunca esta mañana de Julio. Camino por Coronel Díaz, hacia la Academia Nacional de Medicina. Voy, envuelto en mis recuerdos, a encontrarme con Don Alfredo Larguía. Repito para mí algo que recién pude decirle mucho tiempo después de haberlo conocido: “cuando ingresé al colegio secundario dije que quería ser médico, pero fue recién al cursar Pediatría siendo su alumno, que supe la clase de médico que quería llegar a ser.” Desde entonces han pasado treinta y cinco años, y muchas etapas en mi vida profesional. Pero conservo inalterable mi admiración por dos rasgos proverbiales de su personalidad: la caballerosidad del trato y esa manera casi imperceptible de ejercer la autoridad. Tal fue el deslumbramiento inicial que decidí presentarme al concurso de la residencia colocando la Sardá en primer lugar. Me había propuesto incluso, en caso de no acceder, hacer un año de internado rotatorio y volver a intentarlo. La Providencia y un ranking afortunado me evitaron este último destino e ingresé a la Maternidad en mayo de 1971. Puedo afirmar sin temor a equivocarme, que nunca he vuelto a sentir la sensación de plenitud por mi condición de médico, como en aquellos años. Y, sin lugar a dudas, el origen de tanta motivación y orgullo por pertenecer a un grupo estuvo indisolublemente ligado a las características del liderazgo de Don Alfredo Larguía (porque para todos nosotros, más que el Profesor o el Doctor, siempre ha sido y será Don Alfredo, con la connotación más nobiliaria que puede dársele al término). Para la gente de nuestra generación, los 70 serán años inolvidables por muchos motivos. La efervescencia, los anhelos y la esperanza de construir un mundo mejor nos llevaron, como pudimos comprobar luego, por caminos ciertamente riesgosos. Sería torpe ignorar las diferencias ideológicas que pudimos tener entonces, pero esas mismas diferencias agigantan la gratitud que le debo por el cuidado paternal con el que formulaba sus reparos, entregando cotidianamente un ejemplo de tolerancia en el disenso que ha dejado en muchos de nosotros una marca indeleble. En 1998, en la ceremonia de Certificación de Especialistas realizada en la misma Academia, me entregó el diploma y palmeándome con ternura dijo simplemente: –Mire que me hizo preocupar Usted, cuando era joven. Y como aquella tarde, conmovido por la ternura de su gesto, me sorprenden las ganas de llorar. Cruzo Las Heras y subo lentamente los escalones. Me abrazo a Miguel y a todos los amigos que, como yo, han querido venir a verlo. Por momentos, volvemos a ser aquellos residentes bulliciosos que recorríamos infatigables, los pasillos de la vieja Maternidad. Recordamos una y otra vez historias de guardias interminables que su indulgencia convertía a la mañana siguiente en inolvidables experiencias de aprendizaje. Nuestro Jefe descansa y nosotros velamos su sueño. Una voz impersonal nos invita a despedirnos. Alguien, confundido por el dolor, insinúa que se ha ido para siempre. Mi corazón, habitado por su recuerdo, se empeña en desmentirlo mientras escribe estas líneas. Buenos Aires, Julio de 2004

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2007-03-28   |   821 visitas   |   Evalua este artículo 0 valoraciones

Vol. 23 Núm.3. Julio-Septiembre 2004 Pags. 101 Rev Hosp Mat Inf Ramón Sardá 2004; 23(3)