Autor: Kurlat Isabel
La mortalidad infantil es uno de los indicadores que caracterizan a un país. En general, cuanto menor es la mortalidad infantil, mejor es el estándar de vida de una población. Hasta el siglo XX, la muerte de un recién nacido era un evento natural. Tal como era natural y habitual que fallecieran cientos de mujeres en el parto y el puerperio. Durante siglos, esta realidad no reconoció clases sociales. Baste recordar que la Reina Juana de Inglaterra, tercera mujer de Enrique VIII, falleció de fiebre puerperal en las postrimerías del siglo XVI. La capacidad de la medicina para marcar una diferencia era casi nula. En el siglo XX disminuyó sustancialmente la mortalidad infantil. Como ejemplo, sólo en Estados Unidos de Norteamérica la mortalidad en el primer año de vida bajó desde alrededor de 100/1.000 nacidos vivos blancos en 1915, a 6.0 para la misma población en 1998. Los desarrollos tecnológicos han avanzado a una velocidad inesperada. La capacidad de la medicina para mantener la vida es enorme y, en teoría, la muerte de un recién nacido debería ser una situación excepcional. La muerte deja de ser un fenómeno esencialmente natural y pasa a ser una decisión ética y médica. Sin embargo, esto es, para muchos lugares del mundo, un enunciado teórico, ya que existe una gran inequidad en el acceso al cuidado de la salud.
2007-05-29 | 766 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 101 Núm.4. Julio-Agosto 2003 Pags. 242-244 Arch Argent Pediatr 2003; 101(4)