En el entierro de Antonio Ucrós Cuéllar

Autor: Cuéllar Montoya Zoilo

Fragmento

El primer recuerdo que tengo de Antonio se remonta, en lo más profundo de mis memorias infantiles, a una celebración familiar en el potrero de El Caracolí, en la Hacienda El Trueno, cuando aún estaba él de novio con Consuelo y cuando yo recién caminaba por este mundo: eran apenas mis tres años. Comenzaba, quizás, el anochecer y por mi memoria transitan, además del cambiante fuego de las hogueras, el parpadear de las estrellas en un firmamento limpio, azul profundo, propio de esos anocheceres calentanos, la quietud de las obscuras sombras de los árboles que enmarcaban el potrero y el canto de las chicharras y los grillos, los queridos rostros de quienes nos precedieron, de todos aquellos que pueblan el reino de nuestras vivencias de niñez y juventud; de muchos de quienes conformaban, por entonces, las familias Cuéllar Calderón, Ucrós Cuéllar, Araújo Cuéllar, Montaña Cuállar y Guzmán Cuéllar. Son, ciertamente, recuerdo en forma de fragmentos de video: en la primera secuencia aparecen Antonio y Consuelo cuando departían alegra y afectuosamente, tomados de las manos, sentados sobre un tronco y, en la secuencia inmediata, cuando bailaban, rodeados de parejas, unas jóvenes, otras no tanto, al ritmo de las notas que desgranaban, en la complicidad de la penumbra, las guitarras, los tiples, las bandolas y los instrumentos de percusión de unos músicos de pueblo. De los párrafos iniciales del capítulo que con su ágil y elegante prosa escribió Antonio sobre El Trueno he pensado que, como un homenaje a su memoria, vale la pena escuchar sus emotivas palabras. Así escribió Antonio: “Como sucedió a los protagonistas de Rebecca cuando iban llegando a Manderley, plenos de ansiedad, así nos pasó a nosotros cuando fuimos, en pos de los recuerdos, a contemplar la casa de El Trueno. Habíamos dejado atrás la población cundinamarquesa de Apulo, por la carretera que Anapoina conduce a Tocaima y pensábamos que de un momento a otro, al voltear un recodo del camino, hacia la izquierda, iba a aparecer ante nuestros emocionados ojos, en la vega del río de Bogotá, próxima a su margen izquierda, la vieja casa de El Trueno, llena para nosotros de toda suerte de hermosos recuerdos de nuestra niñez y nuestra juventud. Ellos encontraron las ruinas aún en llamas de Manderley, cuyos rojizos resplandores rompieron con su luz las tinieblas de la madrugada y al observarlos, desde la distancia, les hicieron pensar que amanecía. Y nosotros…, ¡Nosotros no encontramos nada! Ni el menor rastro, ni siquiera unas ruinas en donde había estado la casa: tanto que pensamos que estábamos equivocados”.

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2008-03-25   |   1,066 visitas   |   Evalua este artículo 0 valoraciones

Vol. 27 Núm.3. Septiembre 2005 Pags. 226-228 Medicina Ac. Col. 2005; 27(3)