En los primeros días de agosto de 1991, coincidieron cuatro jóvenes trabajadores de otras tantas dependencias del Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas en una plática ocasional, sostenida a la salida de la institución, tras terminada la jornada laboral. Ese grupo, integrado por una mujer y tres hombres, conversó de varios asuntos durante el recorrido hacia la parada del ómnibus, ubicada en la calle G entre 17 y 19. La mujer, nombrada Soledad Díaz del Campo, y dos de los hombres, Emilio Hernández Valdés y José Antonio López Espinosa, tomarían la ruta 174 con destino a sus hogares respectivos. El otro, Rubén Cañedo Andalia, quien residía cerca de la referida parada, decidió acompañarnos hasta la llegada del ómnibus, en virtud del interesante giro que había tomado la conversación. Sí, porque en medio de chistes y risas, de confesiones de criterios de índole laboral y del abordaje de otros temas propios de la edad de entonces, se dio a conocer por parte de uno de los miembros de ese cuarteto una idea que hacía meses rondaba su mente. Pasaron varios óminibus y nadie se fue, pues el grupo proseguía la conversación, la cual llegó a ser tan cautivadora, que se reanudó con posterioridad en varias ocasiones, ya no de manera ocasional, sino de un modo formal.
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2008-06-24 | 633 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 17 Núm.1. Enero 2008 Pags. . Acimed 2008; 17(1)