Autor: Wong Chero Paolo
Cuando al fin me hallé cómodo pude prestar atención a lo que el señor de adelante hablaba. Nada en especial, créditos, normas, joven siéntese bien, ya comenzábamos. Era difícil estar cómodo en estos asientos tan duros, me distraje otra vez. Mis compañeros ya habían pasado de los tímidos susurros a gritos descarados acerca de cómo les fue en las vacaciones y otros temas banales, eso sí, todos muy puntuales, era el primer día de un nuevo año en la facultad. El señor de adelante seguía hablando y yo miraba el techo, mis pies inquietos, la puerta de vidrio, veía a San Fernando vivir afuera, sin espasmos, como siempre. Por aquellos días en Lima se vivía un ambiente de verano huyente pero aún tibio, tranquilo. Ya eran varios años en que los sobresaltos se habían alejado de nuestras aulas y, con los matices obligatorios que le da San Marcos a la vida universitaria, el clima que se respiraba era de estudio y relativa paz. Años pálidos, pensaba. De pronto, al volver mi mente al aula, me encontré con que alguien llegaba. Las ocho en punto. Era una figura estirada, de pasos lentos, medio tristes, que aparecía bajo el umbral de la puerta del auditorio. El señor de adelante apretó la voz y anunció que esta primera clase la iba a dar aquél profesor, buenos días doctor Ortiz, luego concluyó con los prolegómenos administrativos y cedió el turno con premura y respeto al conferencista principal. Sobrio pero siempre sonriente, don Pedro, impecable terno gris, cabello cano peinado hacia el costado, corbata celeste, saludó e inició su clase. Buen día con todos. Pedro Ortiz, me suena, claro, el del libro. Por supuesto que sabíamos de él, pero no estoy seguro si sabíamos quién era. No sé si todos lo oyeron con la misma intensidad, pero yo siempre puse especial interés por las charlas inaugurales y, en esa, escuché cosas que debieron decirnos mucho tiempo antes. Alisé el ceño, el del costado dormitaba, un par por ahí escribía. Al oírle, creo que poco a poco fuimos descubriendo nuestra verdadera realidad ahí sentados. Sabíamos disecar un cadáver, descerebrar un sapo, intoxicar una rata, pero en realidad no sabíamos nada. Confieso que lo entendí mucho después. Ninguno de nosotros se había puesto a pensar en las ideas que secuencialmente nos transmitía Ortiz, en cómo conceptualizarnos y en cómo definir nuestro verdadero objeto de estudio, sujeto de estudio en realidad. Nadie nos había dicho con tal maestría qué era un ser humano, cómo piensa, cómo siente, cómo se enferma, cuál es la esencia de la medicina, de la educación, de la educación en medicina. ¡Y llevábamos media carrera encima! Con un discurso pausado, en voz ronca, don Pedro nos hablaba de los porqués, cómos, paraqués y de esos quiénes que todo médico tarde o temprano necesita escuchar para formarse como tal. Lo hacía con autoridad y gran conocimiento, pero con la humildísima actitud de sostener el micrófono con las dos manos. Era de adivinarse que no estábamos frente a un catedrático cualquiera. Luego comprendí que en realidad don Pedro tenía muchas otras cosas más de qué hablarnos y de qué escribirnos.
2011-10-21 | 634 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 15 Núm.1. Abril 2011 Pags. Rev per epidemiol 2011; 15(1)