La primera imagen que de una academia conservo en mi memoria la recogí a principios de los años cincuenta del siglo pasado, cuando me iniciaba en los estudios médicos. Para entonces la Academia Nacional de Medicina, por carecer de sede propia, sesionaba en la planta baja del edificio de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, situado en la Plaza de los Mártires, y que, por cierto, fue construido con los 25 millones de dólares con que los Estados Unidos indemnizaron a Colombia por dejarse arrebatar el territorio panameño. Subrepticiamente me colé al amplio salón donde en aquel momento sesionaba y un personaje disertaba desde la tribuna. Quedé impresionado por la solemnidad del ambiente, por la altura intelectual del discurso del orador de turno (supe luego que era el profesor Edmundo Rico) y por las discusiones que a continuación se suscitaron. Desde ese instante, formar parte de tan augusta corporación se constituyó para mí en una obsesión, aspiración que hice realidad en 1979, cuando fui recibido como Miembro Correspondiente. Hoy 33 años después de mi ingreso, ocupo su presidencia por decisión generosa de mis pares, honor al que también aspiré, y a que viene ser, sin duda, la culminación de mi larga carrera profesional.
2012-06-19 | 570 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 34 Núm.1. Enero-Marzo 2012 Pags. 55-62 Medicina Ac. Col. 2012; 34(1)